“El pueblo envenenado”: cuando el terror y el duelo se adueñó de una apacible comarca italiana
El 9 de julio del 76, a las 12.37 del mediodía, una explosión en la fábrica de químicos ICMESA tendió un manto de veneno mortal sobre el municipio de Seveso, a 25 kilómetros del norte de Milán, entonces de apenas diez mil almas. La enorme nube tóxica obligó a una estampida no sólo de sus empleados y obreros: de más de la mitad de sus habitantes.
Ese mismo día, lejos de celebrar la independencia, partí a Roma, hice transbordo hacia una Milán desierta (pronto empezaba el ferragosto, el abrasador verano itálico, y el éxodo de los milaneses era casi total), me alojé en el antiguo Grande Hotel Delle Palme, digno de un film de Luchino Visconti, ese irrepetible esteta, y al otro día tomé un tren, también desierto, con destino al lugar del desastre.
Fui solo, sin fotógrafo: otra chance para mejorar mi todavía menguada habilidad en el manejo de la cámara, cuyos rudimentos aprendí en Saigón en el 68, plena guerra de Vietnam. Una vez allí, actué con esa mezcla de inconsciencia y temeridad estúpida que -paradoja- es una virtud teologal del oficio, y por cierto sin explicación racional alguna. Así nos educamos en las durísimas redacciones iniciales y con no menos durísimos jefes. Yo mismo, en la cátedra universitaria que ejercí durante dos décadas, llegué a decirles a mis alumnos que volver sin la nota no es un pecado capital: son los siete pecados capitales.
Desde que ocurrió el desastre, la comunidad europea estableció nuevas y exigentes regulaciones de manejo de residuos tóxicos y peligrosos. Desde entonces se conoció como la “Directiva Seveso”
Vuelvo al escenario. Mondo y lirondo, como quien va un picnic de estudiantes con la esperanza de conquistar a la más linda de la división, cámara en mano, corrí más que caminé hasta los mismos muros de la fábrica y gatillé, íntegro, un rollo: el lugar desde todos los ángulos. Respiré -inevitable- algo de esa nube amarillenta de olor entre ácido y picante (no digo “acre”, porque nunca supe bien cómo es ese olor, además de un lugar común de ciertas novelas policiales).
Volví sobre mis pasos, entré a un ruidoso bar donde no se hablaba de otra cosa, compré los diarios italianos, y me enteré de que las consecuencias de tal aspiración podrían ser, como mínimo, cancerígenas. Reconozco que me corrió por la espalda un frío de hielo, pero hice el conformista cálculo de los adictos al juego, pero al revés: ¿por qué me va a tocar justo a mí?
La llegada del periodista Alfredo Serra a la estación de Seveso, a 25 kilómetros del norte de Milán
Deambulé por el centro del pueblo, al parecer no alcanzado por el veneno, hasta la caída de la tarde, y volví al mismo bar, para comprender, en un instante, algo del alma italiana. De ese “qué me importa” que los hizo sobrevivir desde el Imperio y su corrupción y caída, de la lava hirviente del Vesubio que sepultó dos ciudades, de los terremotos, de los crímenes de las brigadas rojas, de los escándalos políticos, de la Mafia, con un encogimiento de hombros y un “ma sí”. Porque a esa hora, apenas dos días después del desastre, y más allá de los muertos, de los contaminados que abarrotaban los hospitales de Milán, y de la amenaza todavía incalculable…, los parroquianos, que parecían personajes escapados de una película de Dino Risi con Alberto Sordi, Nino Manfredi y Vittorio Gassman, sólo seguían apasionadamente, por la tele ¡las novedades de Il Giro d´Italia!, la interminable carrera de bicicletas, y el destino de sus ídolos.
Grabador en mano, traté de recoger testimonios de la tan cercana explosión: apenas a diez cuadras del bar. Inútil. A nadie parecía importarle. Cálidos y simpaticones, me invitaban a sus mesas para ver la carrera, comer algo de queso y salame, y trasegar grapa por mi garguero, más fiel al buen whisky o al bourbon -que según Frank Sinatra le dio el tono perfecto a su voz-, que a los alcoholes de otras barricas.
El incendio de la planta ICMESA, subsidiaria de la suiza Hoffman-La Roche, provocó la liberación de una cantidad nunca determinada de un subproducto mortal del pesticida conocido como 2,4,5 T
En los tres días siguientes repetí el periplo: vuelta a mi hotel de Milán, cena en un restaurante desierto, y cine como único espectador, porque la ciudad entera había huido hacia destinos de mar, y por la mañana, otra vez tren a Seveso, sin que nada variara, mientras las bicicletas y sus jinetes recorrían los bellísimos paisajes de La bella Italia, y mis ocasionales amigos vitoreaban los nombres de sus ídolos como si en sus pies y sus ruedas se jugara, otra vez, no sólo el destino de las legiones de Julio César: la entera vida del imperio.
Fui preparando mi nota gracias a la prensa, que sí informaba sobre “La nuvola assassina”. Me despedí, al tercer día, de los parroquianos, que para entonces me trataban como a un pariente, y ya en Milán busqué a víctimas del caso, internados por quemaduras y principios de asfixia, y logré algunos testimonios. Misión cumplida. Pero antes del retorno a Buenos Aires, una enfermera entabló charla conmigo, me dijo que tenía un tío en un barrio porteño -no recuerdo cuál-, y me pidió un favor: que le entregara una botella de vino (lo contenía una fina vasija de cerámica) al remoto señor, y también una corbata azul a bandas rojas que incluyó en el paquete junto con el nombre y la dirección.
El desastre no tuvo víctimas inmediatas, pero 35 años después la tasa de tumores en la zona de Seveso es superior a la del resto del norte de Italia
Desde luego, prometí que cumpliría. Pero el avión cayó en un pozo de aire, y la encomienda tan celosamente cuidada se hizo trizas. El vino derramado empapó la corbata, y al llegar a Ezeiza tiré los inservibles restos en
un tacho de basura. Misión incumplida.
Es curioso. Con el correr de los días me acometió más la culpa por ese encargo fallido que el miedo de que el veneno durmiera en mis pulmones esperando lanzarme su carga letal. ¿Por qué? Creo que lo dije al principio: porque este oficio poco y nada tiene de racional. Y nada ni nadie cambiará sus leyes, aunque la explosión tecnológica acelere los métodos de trabajo, haga cada vez más pequeño el mundo, y las viejas máquinas de escribir de fierro y las vetustas cámaras fotográficas de rollo duerman el sueño eterno. El sueño eterno: esa maravillosa novela de Raymond Chandler que sólo releemos los viejos periodistas.
La catástrofe ambiental fue conocida como el “desastre de Seveso”, un incendio industrial ocurrido en una pequeña planta química en la región de Lombardía, Italia
Post scriptum: pasados cuarenta años, ignoro como se recuperó Seveso de su desastre, qué consecuencias sufrieron los que respiraron ese gas amarillo y letal, y qué hay ahora en esa castigada tierra. Pero de algo estoy seguro: el bar permanece, y los hijos y nietos de aquellos parroquianos siguen, con queso, salame y grapa, Il giro d´Italia. Como una misa pagana.