La inmoralidad de la explotación laboral infantil
Por Hugo Acevedo
La denuncia de trabajo infantil en establecimientos tabacaleros del departamento de Artigas, justificado por el inmoral intendente nacionalista Pablo Caram, desataron una minitormenta política primaveral, que mereció el radical repudio del ministro de Trabajo y Seguridad Social, Pablo Mieres -que no suele inmutarse por nada- y la indignación del correligionario del jefe comunal y presidente del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, Pablo Abdala. Si bien ambos prometieron que practicarían inspecciones en dicho departamento norteño, las preguntas son: ¿por qué esas inspecciones no son habituales?, ¿por falta de personal, por negligencia o por mera complicidad?
Los abusos patronales, particularmente en el Uruguay profundo, fueron y siguen siendo habituales por la falta de regulaciones y controles estatales. En tal sentido, si bien gracias a los gobiernos del Frente Amplio se instituyó, por primera vez en la historia, la negociación salarial en el agro y la limitación de la jornada laboral a ocho horas, las endémicas carencias del Estado, por lo menos en este gobierno, y la falta de controles transforman las normas en letra muerta.
Durante el ciclo progresista era habitual que los delegados de las poderosas patronales nucleadas en la Asociación Rural y en la Federación Rural no concurrieran a los Consejos de Salarios y los ajustes fueran laudados por decreto del gobierno, naturalmente a favor de los peones rurales, que trabajan en condiciones casi siempre paupérrimas y a cambio de retribuciones de hambre, acorde con el perverso statu quo concentrador.
Aunque se estableció un salario mínimo para el sector, para las reglas del sistema la grosera explotación laboral no está penalizada como robo, rapiña o despojo, como debería si se contemplaran mínimos criterios de equidad.
Empero, en lo que se refiere al trabajo infantil, las reglas son muy claras: está prohibido en el caso de menores de 15 años de edad y, en la adolescencia, que transcurre en el tramo etario comprendido entre los 15 y los 18 años, que marca la mayoría de edad, está legalmente permitido por vía de excepción, debidamente regulado por el INAU y en actividades no peligrosas, con la condición, sine qua non, de que el menor prosiga estudiando para forjarse un futuro y privilegiar su desarrollo humano.
Obviamente, esta normativa está avalada, además de por la legislación interna del país, por la ley 17.823, que refrenda las disposiciones del Código de la Niñez y la Adolescencia, y por las normas internacionales de la Unicef.
Es harto sabido que Artigas es uno de los departamentos más pobres del territorio nacional, con una tasa que excede el 10 %, y la desocupación, subocupación e informalidad también son muy altas. Ello genera un caldo de cultivo propicio para la explotación laboral de los adultos y, por supuesto, de los niños, que son el tramo etario más vulnerable y más propenso a ser víctima de abuso.
De todos modos, esta región del país es pobre socialmente pero no en lo que atañe a la producción, ya que tiene vastos campos, o bien latifundios, monopolizados por ricos terratenientes, que explotan, además de a sus peones, plantaciones de azúcar, arroz, tabaco y viñedos. Empero, como en todo el Uruguay, las cuantiosas ganancias devenidas de estos negocios jamás derraman en la comunidad, porque los trabajadores rurales siguen siendo un auténtico ejército de pobres y desclasados.
Aunque no está debidamente cuantificada la cantidad de niños y adolescentes que laboran en el campo por falta de regulaciones y registros ante la seguridad social, lo cierto es que, con información oficial de hace apenas dos años, el número de menores que trabajan en nuestro país alcanza a los 70.000, una cifra demasiado alta si la ponderamos en un país de menos de tres millones y medio de habitantes y con una población envejecida.
En efecto, los menores de edad son poco más de un 20 % del total de los uruguayos -obviamente los residentes- en un país crónicamente longevo, con una tasa de crecimiento demográfico que apenas trepa a un magro 1,30 % anual y una densidad poblacional de 19 habitantes por kilómetro cuadrado. Es decir, vivimos en un país despoblado, con amplios latifundios -muchos de ellos propiedad de empresarios extranjeros- lo cual genera, desde hace por lo menos siete décadas, la masiva migración de personas del campo a Montevideo, donde, en la mayoría de los casos, esos compatriotas desempeñan trabajos de baja calificación y engrosan los asentamientos irregulares, que datan desde comienzos de la década del cincuenta del siglo pasado.
Uno de los hitos fundamentales que otrora testimoniaron la miserable situación de los trabajadores del campo fueron las marchas a nuestra capital de los cañeros de Bella Unión, registradas a comienzos de la década del sesenta, luego que un grupo de trabajadores azucareros ocupó los latifundios improductivos de Silva y Rosas, entre fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, siendo brutalmente reprimidos por la policía y el ejército.
Esa épica obrera, que constituye un insoslayable mojón de la clase trabajadora en su tránsito hacia la emancipación, es un buen ejemplo de la situación deplorable que impera desde hace décadas en la deprimida campaña uruguaya, que le permite igualmente a los oligarcas del agronegocio enriquecerse, mientras sus empleados, obviamente peones, sobreviven como pueden.
En ese contexto, no es extraño que exista el trabajo infantil esclavo, aunque el corrupto intendente de Artigas, Pablo Caram, pretenda justificarlo y aduzca que se trata de niños y adolescentes que ayudan a sus padres, a la sazón productores familiares. Nadie en su sano juicio, en un pago chico donde todos se conocen y casi siempre reina la armonía, la buena convivencia, la empatía y el buen vínculo, denunciaría a un vecino por solicitarle ayuda a su hijo o hija en una tarea rural en régimen de economía familiar.
Esta denuncia que llegó a las autoridades seguramente tiene un tenor bastante más profundo, que deviene del trabajo esclavo que, se sabe, desempeñan niños y adolescentes pertenecientes a las poblaciones en situación de extrema vulnerabilidad social.
Al respecto, Caram afirmó que “es mejor que criar vagos, y mejor que un niño trabaje en lugar de jugar con un celular”. Aunque en parte no le falta razón, los niños y los adolescentes, sobre todo aquellos pertenecientes a los estratos más pobres, deberían dedicarse a estudiar para no replicar la miseria de sus hogares de origen y alcanzar un mayor desarrollo humano.
¿Qué se puede esperar del intendente artiguense, a quien deberíamos bautizar como el virrey de Artigas, porque detenta un poder desmedido en su departamento y desarrolla prácticas de escandaloso clientelismo y nepotismo? En efecto, tanto en su administración anterior como en la presente, al único que le faltó acomodar fue a su perro, porque muchos de sus familiares trabajan en la Intendencia, con suculentos sueldos, pagados naturalmente por los contribuyentes.
Un testimonio de esta afirmación es el sonado caso de la funcionaria del gobierno departamental artiguense Stefani Severo, pareja del secretario general y hermano del intendente, Rodolfo Caram, quien cobró 180.000 pesos mensuales, por su salario y el pago de 196 horas “extra” -unos 94.000 pesos- por “trabajar” días feriados, cuando la sede comunal estaba cerrada.
Este político, que practica el clientelismo contumaz, también fue denunciado por un escándalo de corrupción observado por la Jutep, por haber contratado, por casi 4 millones de dólares, a empresas cuyos propietarios son subalternos y amigos. Todo dicho: un blanco corrupto y nepotista que, por añadidura, ampara la explotación laboral de menores.